Hace poco me planteé un viaje. Tenía las ganas, el tiempo y los recursos para hacerlo. Si por mí fuera, me habría ido a la mañana siguiente.
Y entonces tuve una conversación de esas que empiezan como intrascendentes y terminan dándole la vuelta a tu mundo sin darte cuenta. Fue la primera vez que tuve el valor de aceptar que en el 80% de los viajes que había hecho hasta ahora había estado huyendo.
A veces de alguien. A veces de algo. Casi siempre de mí misma.
Y no te imaginas la crisis psicológica y emocional que tuve al comprender que todo se trataba de un maravilloso malentendido. Que algo de lo que había aprendido tantísimo había sido un conjunto de parches cubriendo huecos de mi vida.
De modo que un montón de dudas aparecieron en mi cabeza: ¿Y si nunca me había gustado viajar en realidad? ¿Y si no debería de haber hecho todas esas escapadas? ¿Y si ahora también estaba huyendo y no lo sabía?
Y solo había una forma de averiguarlo… De nuevo, tenía que mirar bajo la cama y ver qué monstruos me esperaban allí abajo.